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Monday, March 19, 2018

"Ultraje" de Álvaro Enrigue



Ultraje
Álvaro Enrigue 
(México, 1969- )
*Este cuento fue publicado en Hipotermia, Editorial Anagrama, 2005.

Para leer el cuento de ocho palabras relacionado con este ejercicio, haga clic aquí.

Una autopista puede ser como el mar. El sol ardiendo en la cara, la brisa que limpia las tuberías del sistema respiratorio, las manos aferradas a los barrotes en la cubierta de acero, el olor a podrido subiendo desde la sentina. Drake Horowitz lo creyó durante algún tiempo sin poder comprobarlo: estaba prohibido viajar fuera de la cabina en las vías rápidas, de modo que se quedaba en su sitio, estudiando los resultados de la Liga Americana en la sección deportiva del Baltimore Sun y acumulando resentimiento. Apenas atendía al cotilleo perpetuo entre Verrazano y el conductor, que intercambiaban ideas, comentarios e insultos inclinándose levemente para librar su cabeza: por ser el de menos antigüedad en el servicio le tocaba sentarse en medio del asiento corrido del Outrageous Fortune.


La idea de bautizar al camión vino de una foto del National Geographic rescatada de una bolsa negra de polietileno. Todo llegaba así al bajel, como siguiendo el patrón de una marea secreta. Al cargar con la bolsa, el gordo Verrazano sintió el lastre del material impreso. La sopesó un momento, cargándola de arriba abajo tomada con el puño, los ojos entrecerrados y apretados los labios. Luego la depositó en el suelo, se puso en cuclillas y le dijo a su compañero mientras palpaba el contenido: Estos hijos de puta creen que pueden engañar a un hombre que ha recogido basura por quince años. Su olfato experto ponderaba los olores emanados del interior tras cada apretón: Son revistas –siguió–, recientes, en buen estado; perfectamente reciclables. No echó el paquete a la compresora. Ya en el camino de regreso a la planta abrió el bulto y vio que contenía catálogos y ejemplares del National Geographic. Nada de pornografía. El conductor, que dentro del escalafón de la empresa tenía el rango de capitán de la nave, propuso que denunciaran al vecino, no por violar el reglamento de reciclaje, sino por pesado. Es la maldita hipocresía del hombre blanco, concluyó con voz densa, baja y cavernosa. Verrazano produjo un bufido de hartazgo y dejó rodar la bolsa al fondo de la cabina. Drake, que ya había agotado la sección deportiva, se agachó por una de las revistas y se puso a hojearla. Durante el almuerzo les enseñó la foto. Se habían detenido en un parque y compartían un paquete de pescado seco y galletas sobre una mesa de picnic. Miren, les dijo, más allá del río Grande le ponen nombre a los camiones. En la placa había uno de volteo en cuya defensa trasera se leía en letras rojas «No me olvides». Al día siguiente, antes de llegar al vecindario en que les correspondía recoger la basura, propuso que escribieran Outrageous Fortune en la popa del camión. Verrazano estuvo de acuerdo de inmediato, le gustó la idea de personalizar el sitio de trabajo: su propio coche llevaba adornos que lo hacían único y, a su juicio, elegante. El capitán ni siquiera volteó a verlos mientras discutían. Drake señaló que podrían agregar una banderola, negra, dijo, y a Verrazano le pareció raro pero viril. Tardaron semanas en convencer al viejo de que les permitiera pintar el letrero; al final cedió si se desistían del pendón: los colgajos exteriores estaban prohibidos por el reglamento. El gordo hizo un último amago recordándole que el pabellón sería negro. Como tu culo, anotó. El capitán le dijo que si no se callaba iba a tirar por la ventana el rosario que se había obstinado en colgar del espejo retrovisor durante el primer viaje que hicieron juntos.

El día en que Drake Horowitz confirmó que una autopista puede ser como el mar y un camión de basura como un barco llegó, contra las supersticiones, sin augurios. La noche anterior había ido a un partido de ligas menores con su hermano y sus sobrinos, que pasaron temprano a recogerlo a la planta. No llamó a su mujer para avisar que llegaba tarde; en las últimas semanas la menor contradicción encendía en ella una ira de volumen incontrolable que con frecuencia había que apagar a bofetadas, y él no era de los que golpean mujeres. En el coche los sobrinos preguntaron por su primo, él levantó los hombros con desgana y dijo que había preferido quedarse en casa, con su madre. Su hermano, al tanto del infiernillo que pasaba, le dio un par de palmadas en el hombro antes de arrancar. No dijeron nada en el camino, los niños discutiendo de vez en cuando y su padre callándolos a gritos si consideraba que estaban siendo irritantes. Durante el juego bebieron hasta preocupar al hijo mayor, que intentó incluso el llanto para contenerlos. Cuando en la parte alta de la octava entrada se suspendió la venta de cerveza manejaron hasta un bar de motociclistas en la orilla de la carretera. La idea era comprar una caja y bebérsela en el departamento de Drake –los niños se podrían acomodar con su primo–, pero el sitio les pareció tan suave y la vuelta a la ciudad tan larga, que prefirieron quedarse. Después del primer vaso de bourbon el hermano salió a dejarle a sus hijos un trastecito de cacahuates y las llaves, por si querían oír el radio. La memoria de Drake se detenía un poco más adelante.

Despertó solo, sudoroso y sin culpa, tendido en una de las bancas de la cancha de basquetbol de su vecindario. Se talló la cara y miró el reloj. Eran casi las cinco de la mañana. Apenas había refrescado durante la noche. Apuró el paso pensando que el calor iba a estar pesado; tenía poco más de media hora para bañarse y comer algo antes de que Verrazano tocara el claxon al pie de su edificio.

El bautizo del Outrageous Fortune fue una inofensiva singularidad más, otra cualquiera entre las generadas por el tedio infinito del empleo de basurero. Al capitán le pareció que hacer oficial el buen nombre elegido para su galeón por el atribulado Horowitz no podía hacerle daño a nadie. Él mismo llamaba así a la nave cuando aceptó el letrero en la defensa trasera. Había notado antes que dejar pasar los caprichos de Drake hacía que rindiera mejor en su trabajo; sus desvaríos eran siempre modestos y tolerables: comer carne seca y galletas el día que a él le tocaba llevar el almuerzo; acostumbrarse al uso de ciertos términos: escotilla por portezuela, castillo por cabina, caña de timón por volante, bitácora por guantera. Eran manías menores, al menos en comparación con las locuras del gordo Verrazano, que igual podía provocar a un policía que ponerse a patear los tambos de una casa en la que encontraran basura que le pareciera mal empacada.

Drake siempre había visto algo de buque en el camión de basura, pero su afición se había recrudecido durante el último año, a partir de una mañana de otoño en que el oleaje les dejó una caja de libros. Ataba los restos de un mueble a la cubierta superior cuando Verrazano se quedó inmóvil, las manos en la cintura y un rictus de incredulidad en la cara. Qué se creen, gritó. Drake apenas le prestó atención, ocupado como estaba con el obraje. Esto tiene que violar todos los reglamentos de recolección de los Estados Unidos; mira esto, Horowitz: libros, en una caja de cartón y abierta; no lo puedo creer. Drake le recomendó que los pusiera en la compresora y se olvidara de ellos, mientras bajaba la escala de popa. Imposible, respondió. Échalos en la caja y ya. Es un crimen, gritó. ¿Por qué? Cómo que por qué; es papel perfectamente reciclable y son libros; los niños sin escuela en la ciudad y en los suburbios los ricos tirando libros. Entonces llévalos a la biblioteca o levanta una denuncia contra esta dirección por no reciclar. El gordo farfulló que eso era exactamente lo que iba a hacer y los metió a la cabina. Ya después del almuerzo –su mujer les había preparado una lasaña gloriosa–, tranquilo y aburrido por la longitud del viaje de vuelta a la planta, empezó a revisar el contenido de la caja. Hojeó dos o tres libros. Se detuvo en uno. Mira esto, dijo, enseñándoselo a Horowitz. Cómo es posible: Song to Myself; tanta soberbia no puede ser buena para los niños. Tomó el volumen por el canto y lo arrojó por la ventana. Los otros dos se rieron. Siguió hurgando. Por favor –dijo al poco rato–, miren esto. Mostraba un ejemplar de Junkie. No es correcto, y repitió el gracejo. Esta vez el libro pegó en un buzón. Uy, A Doll’s House, de pirujas, y lo aventó con estilo, como si fuera un frisbee. Soltó un bufido: Mexico City Blues; con frijoleros nada. Ése lo tiro yo, dijo el capitán. Imposible, respondió Verrazano, porque aquí hay uno especial para ti, y le tendió Heart of Darkness. Y éste es para Horowitz: Drake in the Pirates’ Era. Cuando llegaron a la planta todos los libros habían ido a dar a la calle excepto el de piratas, que Drake empezó a leer esa misma noche. Las cosas todavía estaban bien en casa por entonces: ni él ni su mujer podían haber bebido tanto si se quedó leyendo una o dos horas diarias durante un par de semanas.

En el verano en que la autopista fue como el mar eso habría sido imposible. A Verrazano le pareció extraño que Horowitz ya lo estuviera esperando, con cara de náufrago, en la escalera de acceso a su edificio. Más todavía que no hubiera reaccionado cuando detuvo su Galaxy blanco justo frente a sus narices: no era el tipo de coche que pasara inadvertido. Tuvo que bajar con inmenso trabajo el vidrio del lado del acompañante y silbarle con fuerza para llamar su atención. Drake lo saludó y se levantó torpemente, como un buzo que avanzara con meticulosa lentitud por el fondo del océano. Llevaba puesta la misma ropa que el día anterior. El gordo, desde dentro, lo vio abrir con desgano la portezuela trasera y dejar caer en el asiento una bolsa deportiva de lona bastante más amplia que la que llevaba normalmente. El generoso recubrimiento de terciopelo acolchado apenas amortiguó el ruido sordo y férreo de su contenido. ¿Vas a jugar pelota después del trabajo?, preguntó. No, dijo Horowitz. Insistió: Llevas el bat, ¿no? Y la escopeta. Ya. Una vez fuera de la ciudad eligieron una calle al azar, como todos los días, para robarse el periódico. Andamos de suerte, dijo el gordo al identificar la bolsa azul del New York Times en el jardín delantero de una mansión prefabricada. Cuando se detuvieron a comprar un café en el minisúper de una gasolinera, ya en la autopista, Drake le contó lo que le había sucedido.

Se encontraba aún en el sereno entrepiso que divide a la ebriedad de la resaca cuando volvió a su departamento después de pasar la noche, o parte de ella, en la cancha de basquetbol del barrio. Estaba escaso de coordinación, por lo que le tomó algún tiempo sacarse el llavero de la bolsa de los pantalones vaqueros. Tuvo un mareo leve mientras seleccionaba la llave correcta, así que descansó la cabeza en la puerta, que cedió ante el empujón. Aunque supo en ese instante que su mujer lo había dejado, prefirió pensar que la entrada se había quedado abierta por descuido y hasta planeó echarle bronca tan pronto se despertara a prepararle el desayuno al niño. Entró directo a la cocina y se bebió, todavía con sigilo, un vaso de leche. Al cerrar la puerta del refrigerador vio el postit en cuyo centro había sido abandonado el más lacónico de los mensajes: Me fui. Tomó el papelito y lo leyó un par de veces más, sorprendido de no sentir nada. Antes de meterse al baño pasó a verificar que no le hubiera dejado a su hijo, con el que no habría sabido qué hacer.

Sentirse solo le provocó un alivio. Abrió la llave del agua caliente y se sentó en el inodoro a esperar que el cuarto se llenara de vapor para meterse a la regadera; siempre había pensado que respirarlo tenía alguna suerte de efecto curativo. Le entraron ganas de mear. Se levantó, destapó el excusado y vió flotando en sus aguas un par de condones. El golpe de una ola ardiente que partía de la base de su espalda lo cubrió completo. Pateó sillas, volteó la mesa, rompió platos. En la habitación encontró su bata tirada en el suelo junto a los sobres metálicos de los preservativos; de la cabecera colgaba una trusa que no era suya. La tomó con la intención de prenderle fuego y al hacerlo notó que había pertenecido a un hombre mucho más grande. La dejó caer y se sentó en la cama, las sienes palpitando, la mente en tránsito de la ira a la autocompasión. Se tallaba la cara cuando percibió el olor. No tardó en descubrir en el centro preciso del lecho una caca tan grande que no podía ser producto de mujer.

Verrazano reaccionó con calma y ecuanimidad sorprendentes ante el relato. ¿Dices que cagó en tu cama? Horowitz confirmó con un movimiento de cabeza. Seguro es árabe, o chino. ¿Por qué? Eso no es de cristianos; además dejó una trusa; los hombres de verdad llevan calzoncillos. Se quedaron en silencio, Drake hundiéndose en su asiento bajo el peso de la resaca que comenzaba a tomar proporciones oceánicas y el otro manejando con la mano izquierda y la derecha en la barbilla. Ya en la carretera menor que conducía a la planta, el gordo dijo con aire de quien finalmente ha resuelto un enigma: Y llevas la escopeta para matarla si nos los encontramos. Horowitz levantó los hombros. Yo haría lo mismo, hermano, concluyó palmeando suavemente la nuca de su compañero. Drake estaba tan adolorido que el gesto le pareció reconfortante.

Todavía no daban las seis y media y ya hacía calor. La luz blancuzca del sol, difuminada por la humedad y reflejada en el piso de hormigón del estacionamiento de la planta, entraba directa a la parte más blanda y sensible del cerebro de Drake. El sudor le bajaba irritante por las mejillas sin afeitar. Tuvo que contener la temblorina de una mano con la otra para ver la hora en el reloj. Le quedaban diez minutos antes de la partida, por lo que caminó hasta el baño. Vomitó el café y se lavó la cara intensamente. Se miraba al espejo cuando recordó que su hermano había previsto la tormenta. Era domingo al mediodía y se habían juntado en el departamento de Drake para almorzar y ver un juego de la Serie Mundial. Bebían una cerveza mientras preparaban las salchichas en el asador del balcón. Las mujeres estaban en la cocina, ocupadas con la ensalada; los niños, aprovechando que aún no comenzaban los preliminares del partido, jugaban con una consola de video más o menos arcaica que había encontrado días antes al pie de un bote de basura en un suburbio acomodado. Los hermanos Horowitz estaban contentos, recordando episodios de la infancia que habían pasado en ese vecindario que Drake –el menor– seguía sin poder dejar. Era todo tan placentero –la brisa fresca, el cielo intenso, la luz nítida– que se le fue la lengua y contó que había encontrado el origen de su nombre en un almirante inglés de fama mixta. Entró un momento al departamento y salió con la biografía de Sir Francis Drake y un catalejo –tal vez el único objeto comprado de todos los que había en su casa–. El mayor desatendió un momento las salchichas para extender la lente y mirar hacia el edificio al otro lado de la calle. Mientras lo hacía Drake le preguntó si su padre habría elegido ese nombre pensando en el pirata. Su hermano retrajo el catalejo y miró la portada del libro. Ya vuelta su atención al asador opinó que no sabía de ningún marinero polaco, así que lo más probable era que su padre en realidad lo hubiera querido llamar Derek. Estaba siempre tan borracho y era tan bruto, concluyó, que seguramente se había equivocado en el Registro. Unas horas más tarde, cuando se quedaron solos frente a la tele –las mujeres y los niños en el parque–, el mayor dejó caer que no quería meterse en la vida de nadie, pero había notado extraña a su cuñada, como si ocultara algo. ¿Qué?, preguntó Drake, alarmado. No sé –respondió–, a lo mejor está embarazada otra vez y le da miedo decirte, o buscando trabajo. El joven levantó los hombros. Durante los anuncios su hermano fue a la cocina por un par de cervezas. De vuelta en el sillón le tendió una a Drake y le dijo con el tono más casual que podía fingir: Y eso de los piratas está de plano raro, me parece un escape, como el traje de Batman que no te quitabas cuando se fue papá; búscate otro trabajo, uno común en el que no estés todo el día sentado entre dos anormales.

Salió del baño y se puso el overol en los vestidores. Le pesó el destino en la mochila mientras cruzaba el estacionamiento. El capitán ya estaba a bordo del camión, con el motor encendido. Verrazano lo esperaba de pie junto a la puerta abierta, sonriendo. Ánimo, Horowitz, le dijo, que nos espera un día largo y acalorado. Sintió en las nalgas el plástico ya caliente que cubría el asiento del castillo de proa. El gordo se subió y cerró la escotilla. Drake hundió un brazo en su maleta y sacó el catalejo; lo extendió, miro al frente y murmuró: Leven anclas.

El conductor metió primera y arrancó, complacido de que a pesar de la fresca tragedia que le había resumido Verrazano, las operaciones en el Outrageous Fortune siguieran su orden común. El ambiente dentro del castillo estaba denso, por lo que decidió arriesgar un chiste a modo de alivio. Le parecía que el desdichado Horowitz necesitaba entender que dejar y ser dejado es parte del ciclo vital de cualquiera que consagra sus horas a una tripulación. Apenas habían traspuesto las rejas de la planta cuando intentó romper el hielo. Dijo con su voz más profunda: Así que tu mujer se cansó de las buenas salchichas polacas y prefirió el dátil de un beduino. Verrazano no pudo controlar el brote de risa. Drake no reaccionó, de modo que el capitán atacó al otro para confirmar que estaba de su lado: Yo no sé tú de qué te ríes, gordo; dice la golfa de mi mujer que los italianos lo tienen talla aceituna. La respuesta fue inmediata, y la trifulca verbal, la de siempre. Horowitz la escuchó como desde el otro lado de una pared de agua. No tenía ánimo para nada, así que cerró los ojos, con la esperanza de dormir un poco antes de empezar con la danza de los botes de basura. Desde la tiniebla del duermevela escuchó poco después que el capitán, creyéndolo dormido, se regodeaba en el detalle estrafalario de la caca en la cama. Dijo con gravedad: ¿Y el niño qué edad tendrá? Unos tres años, repuso el gordo. Me pregunto –completó el viejo– si habrá estado presente mientras el amante obraba, cómo ha de haber aplaudido cuando salió el trozo aquel. Drake abrió los ojos transido de rabia. Vio que el capitán tenía cara de espanto antes de cubrirla completa con la palma de su mano y azotarle la cabeza contra la ventana. Sin ceder en la fuerza con que controlaba al conductor, Horowitz tomó el volante con la derecha y sacó el bajel del camino. Jaló la palanca del freno de mano y una vez que sintió cesar todo movimiento repitió los azotes hasta que el vidrio quedó manchado de sangre. Verrazano lo miraba perplejo; era tal vez la primera ocasión en que era él el sorprendido. Drake le dijo: Esto es un motín; de qué lado estás, la mano aún presionando la cara del capitán y la derecha buscando la mochila para sacar la escopeta. El gordo no se lo pensó demasiado: Del lado del pueblo, y extrajo él mismo el arma para apuntarla al viejo. Lo siento, capi, dijo, pero hay nuevas reglas.

Lo amordazaron con cinta aislante y le ataron pies y manos con cable. El viejo no opuso ninguna resistencia. Horowitz lo acomodó con evidente gusto en el lugar del centro y se hizo del timón. No habían avanzado mucho cuando Verrazano preguntó qué iban a hacer con él. Lo vamos a abandonar en una isla. Entonces hay que apurarnos, antes de que empiece el tráfico. Tomaron el siguiente retorno a la izquierda. Drake frenó el camión a la mitad y entre ambos cargaron al viejo hasta los matorrales. Yo le aviso a la policía que estás aquí, se comprometió el gordo ante el capitán depuesto una vez que estuvo seguro de que Horowitz no lo escuchaba. Antes de arrancar de nuevo, Drake sacó de la mochila un pendón negro y ató dos de sus cuatro extremos a la antena del Outrageous Fortune.

Lo demás fue la degradación y la barbarie: persecución y abordaje, asalto, secuestro; sitio e incendio de una licorería; el cañoneo de tres minivanes estacionadas cobró suficiente celebridad como para que por semanas las señoras de la zona metropolitana temblaran con sólo escuchar el rugido de un camión de basura. Todo en el rango histérico de unas horas. A mediodía ya estaban cercados por sus propias calamidades.

Tomaron una carretera de poca circulación hacia el norte, Verrazano al volante, y atracaron la nave tan pronto encontraron un recodo. Drake avanzó el único juego al que estaba dispuesto a apostar: Con lo que hemos hecho hoy te vas a pasar el resto de tu vida en la cárcel, dijo. Extendió la carta de navegación y señaló una marisma en la bahía de Chesapeake. Se llega –siguió– sólo por caminos vecinales, así que es probable que la alcancemos antes de que nos encuentren; hay una marina amplia y fuera de uso que entra lejos en el mar, mi padre nos llevó a pescar ahí algunas veces. El gordo mostró sus reservas: Yo tengo amigos en la cárcel, y seguro podría hacer otros una vez adentro; además le prometí al capitán que iba a avisar en qué isla lo dejamos. Drake levantó los hombros. Su compañero anotó a manera de disculpa: No hay nada que hacer, Horowitz, mi solidaridad con tu dolor tiene límite. Entonces ayúdame piloteando hasta allá. Eso encantado. Sin decir más, dejó el castillo y subió por la escalerilla de popa. Después de la maniobra de salida el gordo Verrazano avanzó con derrotero noreste a todo trapo. Para Drake la autopista fue el mar abierto y limpio. Las manos firmes en el barandal de cubierta, sintió el sol en la cara, la brisa entrando al pecho, el olor a podrido venciendo la sentina.

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